Confieso públicamente que soy una consumidora compulsiva de libros y que hasta al hacer la compra en el súper, acabo picando. El otro día, junto con un paquete de pañales, me agencié "La educación del talento", de José Antonio Marina. Voy más o menos por la mitad y me están gustando muchas de las cosas que estoy leyendo. Entre otras, porque me hace pararme y pensar, es decir, que no es uno de esos libros "autoritarios" que dan las recetas listas para servir y que tan habituales son en los libros de docencia o paternidad.
Justo ahora andaba leyendo la parte en la que habla sobre la motivación y da una fórmula muy curiosa:
Fuerza del incentivo = Placer anticipado / Molestia necesaria para conseguirlo
Me ha hecho pensar en cómo he ido reformulando mis objetivos cada vez que empieza un nuevo curso en la Universidad. Al principio, sólo pensaba en cómo hacerles entender los contenidos. Con el tiempo, intenté contagiar mi interés por ellos para ver si esto les motivaba a entenderlos. Más adelante, sólo intentaba que quisieran aprender algo, a ver si eso les ayudaba a interesarse por los contenidos, con el objetivo de que los entendieran. Con el tiempo y la experiencia, llegué a comenzar cada cuatrimestre con una única meta: que al menos algunos de mis alumnos llegaran a experimentar el placer de aprender algo ligeramente complejo y que sintieran ese placer aún más intensamente que el placer de saberlo.
Al revisar la fórmula de J. A. Marina a la luz de esta experiencia, no me terminaba de cuadrar. Me ha costado un rato darme cuenta de que mi idea estaba cambiando el denominador por su inverso de la siguiente manera:
Fuerza del incentivo = Placer anticipado * Placer producido por el proceso
Ya sé que estoy diciendo una perogrullada y que multiplicar por el inverso mantiene la fórmula de Marina exactamente igual. Pero es que mi objetivo es en positivo y no en negativo: En lugar de querer disminuir la molestia de tener que aprender algo (la molestia de conseguirlo) para saberlo (el placer que se anticipa), lo que yo quiero es aumentar el placer del propio aprendizaje. Enfrentarse a algo difícil puede ser un gran placer. Se puede disfrutar con el reto. Se puede sentir la subida de adrenalina. Se puede notar cómo nuestro cerebro hace cosas que no sabíamos que hacía. Y nos puede enganchar. Si, además, resolvemos ese problema, o entendemos el concepto en cuestión, entonces viene el otro placer: el que habíamos anticipado. Pero una vez que hemos conocido el primero, como con tantos otros placeres, nuestro cuerpo querrá volver a experimentarlo.
De ahí, que me cuadre mucho más la fórmula con este ligero cambio. Porque mi objetivo no es que mis alumnos lleguen a la meta a pesar de las molestias necesarias, sino que encuentren el placer de andar el camino. Veo a mi hijo que está ahora intentando aprender a leer: descifrando palabras en el paquete de cereales, en una carta que llegó del banco, en un lateral de un camión, en una lata de Fanta... Y veo su satisfacción cuando consigue decir "¡LIMON, pone LIMON!", pero no se me escapa que le brillan los ojos también cuando titubea "L... I... M... O... N". Ojalá tuviera una receta para que los procesos de aprendizaje tuvieran mucho más de placer que de molestia... aunque ya sé que la fórmula queda igual :)
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